
Recuerdo una lectura de joven que me impactó mucho. Era una antología de textos, recogida por Xesús Alonso Montero en 1974, sobre lo que autores españoles o extranjeros había escrito sobre Galicia. Predominaban apuntes tremendos. Yo admiraba, y admiro, a algunos. Por eso la conmoción fue mayor. Por ejemplo, Mariano José de Larra dejó escrito: “El gallego es un animal muy parecido al hombre, inventado para alivio del asno”. Algunos autores del Siglo de Oro, como Góngora, Lope de Vega o Quevedo, eran especialmente hirientes. Más lecturas. Más impresiones de una identidad negativa. Para Paul Lafargue, autor de una obra simpática, El derecho a la pereza, el gallego es de una estirpe maldita por su sumisión al trabajo. “No hay tierra menos conocida ni más calumniada que Galicia”, dice en su Viagem na Espanha (1923) Anselmo de Andrade. He vuelto a La Biblia en España, de George Borrow, una deliciosa obra, y allí se recoge una interesante conversación en una fonda de Lugo. Un viajero exclama apesadumbrado: “¡Ay, Dios mío! A bonita tierra hemos venido a parar”. Todavía me deja meditabundo la respuesta de Borrow: “No veo por qué les parece a ustedes tan malo un país que por su naturaleza es el más rico y abundante de toda España. Cierto que la generalidad de los habitantes está en la miseria; pero la culpa es suya, no de la tierra”.
La imagen es lejana. El gallego, la generalidad, ya no vive en la miseria. Pero tengo la sensación de que, en general, el gallego compartió siempre esa punzante contradicción formulada por aquel curioso vendedor de biblias. Galicia nunca fue pobre. La gente, sí. Pero, ¿la culpa?.
Galicia contada a un extraterrestre, Manuel Rivas.
Fotografía: Ruth Matilda Anderson.